El 22 de septiembre de este año aparece en una pista forestal cercana a la ciudad de Santiago de Compostela el cadáver de la niña de 12 años Asunta Basterra Porto. La niña, de origen asiático, fue adoptada por sus padres cuando contaba pocos meses de vida. Desde entonces, al menos en una ocasión, los medios de comunicación atienden el caso de la adopción presentando a una familia feliz por el acontecimiento. Se sabe también que los padres pertenecen a un estatus social destacado en la ciudad de Santiago. La madre es abogada y embajadora honoraria de Francia en Galicia; el padre, periodista. Ambos tienen por tanto la oportunidad de formar parte de la élite social de su ciudad, donde acuden a actos y eventos que, por decirlo de alguna manera, no son de entrada libre para toda la ciudadanía. Además, la familia materna goza de popularidad y poder social, lo que hereda la hija, junto a una posición económica más que favorable.
Fotograma de la entrevista emitida por televisión hace algunos años, en la que se muestra la "normalidad de la familia feliz". |
Hasta aquí, todo dentro de la normalidad. Y es precisamente de este concepto generalizado de “normalidad” sobre lo que me interesa hablar; también, sobre el poder de la dependencia psicológica. Por supuesto, nada de lo que aquí diga va más allá de la mera reflexión personal sobre el caso Asunta. Y si me expongo a decir algo, es porque siempre he considerado que nada de lo que le ocurra a otro hombre me es ajeno, ya que ambos somos especímenes de la misma especie (los personajes de este caso no son tigres ni jirafas, son humanos). Y también, porque siempre me ha interesado ahondar en la parte más oscura de la condición humana.
En este momento, tanto Rosario Porto, la madre de Asunta, como el padre, Alfonso Basterra, se encuentran en prisión imputados por el asesinato de su hija. Muchas cosas llaman la atención en este caso, pero son la complicidad de ambos padres en el parricidio premeditado y la chapucera ejecución del crimen las que a mí me interesan.
Comenzando por la segunda, para mí está claro que estas personas cometen innumerables equivocaciones teniendo en cuenta que, al parecer, llevan tiempo planeando el asesinato de su hija. Estas equivocaciones pueden parecernos sorprendentes en un primer momento; y nos lo parecen porque presuponemos que estos padres son personas inteligentes, al quedar demostradas sus habilidades sociales, al conocer la respetabilidad de sus profesiones y al saber de su situación económica boyante. Y si nos sorprende es porque solemos hacer corresponder a estas características sociales otras personales, como son inteligencia, buena socialización, buena moral y hasta un determinado nivel ético, olvidándonos de lo que está siempre detrás de toda persona: la condición humana. Y si lo olvidamos es porque la sociedad a la que pertenecemos nos ha hecho creer que “lo normal” es que a este tipo de personas en particular, y en general al estatus social al que pertenecen, les corresponde la posesión y el ejercicio de ciertas virtudes. A la vista está, no solo por este caso, sino por tantos que se están dando ahora en nuestro país, que este concepto de normalidad esconde una gran mentira. Y es precisamente esa mentira la que hace que estas personas y este estatus gocen de prebendas que les otorga la mayoría social, y por extensión, hasta la propia Ley.
Pero, mira por donde, esta mentira, cuando se producen acciones delictivas, termina por volverse en su contra. Y es que estas personas, este estatus social del que hablamos, se siente siempre, siempre (la excepción cumple la regla), por encima del resto de los mortales. Si la mentira se vuelve en su contra es porque en este país, además de demasiados delincuentes, también gozamos de un Estado de derecho y, por el momento, de la independencia, al menos teórica, de la Justicia.
Así se explica, por ejemplo, que al Sr. Urdangarín, yerno del Rey, se le haya cogido prácticamente con las manos en la masa; y que a pesar de la inteligencia que se le presupone, no hubiera realizado el menor esfuerzo por ocultar pruebas de los delitos que se le imputan. Y es que ¿para qué voy a deshacerme del arma si a mí nadie se va a atrever a registrarme?
Lo mismo, salvando las distancias, le ha ocurrido al matrimonio Basterra/Porto. Ellos nunca pudieron pensar que serían los primeros sospechosos del asesinato de su hija. ¿Cómo iba nadie en Santiago, si todos los adoraban, a pensar tal cosa? Y en este caso es precisamente ella, Rosario Porto, la dueña de un estatus del que él, Alfonso Basterra, solo goza por delegación. Y aquí está otra de las claves del caso. Alfonso pierde, con el divorcio, a su mujer, y con ella el poder económico y social del que gozaba. Las cosas ya no le van igual de bien, en realidad le van bastante mal; ha sido despedido del grupo, apartado. Sin ella y sin lo que ella representa, no es nadie.
Si a esto unimos que, al parecer, en esta pareja se había establecido una relación de dominancia en la que él era el sumiso; incluso el presunto maltratado psicológicamente; y de seguro el dependiente económica y socialmente, podemos concluir que con el divorcio, solicitado por ella, él queda desamparado.
Para Alfonso, esta situación de desamparo se hace insoportable. Necesita a cualquier precio recuperar a su mujer y con ella recuperar todo lo perdido. Lo intenta en varias ocasiones, que no le dan el resultado deseado. Y llega el gran día: el día en el que ella le propone algo que la dejará para siempre unida a él, y además con una fuerza muy superior a la que le hubiera proporcionado cualquier contrato. Le propone que, juntos, comentan un crimen.
Por supuesto, ninguno de los dos poseen las “virtudes” que se les suponían; ninguno de los dos gozan de una aceptable salud mental, moral o ética. Pero es que además, muy probablemente, ella es una psicópata. Los psicópatas no empatizan (no pueden) ni sienten remordimiento (tampoco pueden), por eso interactúan con las demás personas como si fuesen un objeto cualquiera; las utilizan para conseguir sus objetivos, que no son otros que la satisfacción de sus propios intereses. La falta de remordimientos radica en la cosificación que hace el psicópata del otro; o lo que es lo mismo, le quita al otro los atributos de persona para pasar a valorarlo como cosa (la cosificación es uno de los pilares de la estructura psicopática).
Declaraciones de la madre a su psiquiatra 2 años antes del crimen. |
Los psicópatas crean sus propios códigos de comportamiento, por lo que solo sienten culpa si infringen sus propias reglas. Sin embargo, estas personas sí tienen conocimientos de las normas sociales, por lo que son capaces de adaptar su comportamiento y pasar inadvertidos para la mayoría de las personas. Además, los psicópatas tienen un marcado egocentrismo, lo que implica que el psicópata trabaja siempre para sí mismo, por lo que cuando parece que está dando, en realidad está manipulando o esperando recuperar la inversión. También tienden a la sobrevaloración de su persona, lo que los lleva a una hipervaloración de su capacidad de conseguir ciertas cosas; poseen una desmedida empatía utilitaria, que consiste en una habilidad para captar la necesidad del otro y utilizar esta información para su propio beneficio, lo que supone una mirada en el interior de los demás para conocer sus debilidades y actuar en consecuencia para conseguir la manipulación del otro.
Aquí es posible que se esté dando el mismo caso que con Richard Eugene y Perry Edward, asesinos de toda una familia en Kansas en 1959, y del que se ocupa Truman Capote en la novela “A sangre fría”. En aquél caso se llegó a algunas conclusiones: uno de los asesinos era el dominante, con el que el sumiso estableció una relación de dependencia; y lo que es más interesante, cualquiera de los dos no hubiera sido capaz de cometer el crimen por separado; solo juntos alcanzaban los niveles de violencia y crueldad necesarios.
En el caso Asunta, está claro, por las manifestaciones de vecinos y conocidos, que la madre es una mujer prepotente, “estirada” y que “machacaba” a su marido, al que echó de la casa, al menos de palabra, en varias ocasiones. También se sabe que era él el que se ocupaba de todo (hacer la compra, cocinar, atender a la niña, llevarla y recogerla, etc.). Por su parte, Rosario quiere cambiar de vida y la niña “le molesta” a la hora de realizar esos cambios. Con anterioridad, a Rosario también le molestaron sus padres, que se oponían al divorcio que ella ya había querido solicitar en 2009 (¿Se ocupó de quitar de enmedio también a sus padres? Parece ser que no). Ambos, Alfonso y Rosario, están en tratamiento psiquiátrico, aunque se desconocen los diagnósticos. Pero, ¿alguien que no sea un psicópata puede tomar como solución para la libertad propia el asesinato de su hija? ¿Alguien que no sea un psicópata puede asesinar a su hija porque esta comienza a reprocharle sus actuaciones? Asunta, una adolescente a punto de convertirse en una “señorita” brillante, ¿podría ser vista por su madre como una competencia insoportable?
En cuanto a Alfonso, el padre de Asunta, ¿es también un psicópata o es suficiente con que, psicológicamente dependiente de Rosario, acceda a asesinar a su hija porque de esa manera vuelve a conseguir la vida que había tenido y cuya pérdida resulta para él insoportable?
Yo creo que sí. Una dependencia psicológica puede llegar a ser razón suficiente para cualquier cosa, igual que ocurre con las drogodependencias. Y que un psicópata pase desapercibido, incluso en su entorno más íntimo, estamos hartos de comprobarlo.
Informes forenses certifican que la niña fue drogada en varias ocasiones en los últimos meses; también, que la sustancia utilizada fue lorazepán. Los periodistas, no sé si también los investigadores, han jugado con la posibilidad de que se tratara de ensayos para el crimen. Yo no lo creo. Creo que fue la madre la que comenzó, un día de esos que no aguanta la presencia de su hija, a suministrarle tranquilizantes, los que ella misma tomaba. Comprobó más tarde que, con una dosis mayor, la niña se dormía; es decir, no la molestaba. Y es que sedar a una persona es lo más parecido a hacerla desaparecer. Por lo tanto, las ocasiones en las que se suministró drogas a Asunta, más que ensayos del crimen, son fases del proceso del psicópata, que confirma cómo sin la “presencia” de la niña se siente mejor, más libre para hacer lo que sea en beneficio de sus intereses. De esta manera, se afianza en la madre la “cosificación” de Asunta: dormida es por fin una “cosa” que no me molesta. Posteriormente, también pudo ser el padre el que en ocasiones suministrara las drogas, simplemente para complacer a la madre. Llevándola drogada a casa de la madre, era portador de algo que no molestaría a Rosario; era el portador de “un problema resuelto”. Estas ocasiones suponen para ambos una familiarización con el procedimiento que, llegado el momento, escogen como el adecuado para hacer desaparecer definitivamente a la niña. Que la madre terminara por apretar una mascarilla o un pañuelo sobre la boca y nariz de la niña (murió por sofocación), no es más que un asunto de tiempos. De haber esperado, la niña hubiera muerto por sobredosis de lorazepán. No hay que olvidar que se trata de un modo de envenenamiento, según las estadísticas el elegido por la mujeres a la hora de cometer un crimen. Una vez más, Alfonso hace las cosas “a la manera” de Rosario, buscando su aprobación.
La investigación sigue abierta; se conocerán nuevas informaciones; finalmente hablará la Justicia, pero por lo que podemos saber hasta ahora, para mí hay “mentira social” suficiente, psicopatía materna, móvil del crimen y total dependencia por parte del padre, que ve en el crimen conjunto la solución “absoluta” para recuperar lo perdido y, lo que es más importante, para no volver a perderlo jamás.
De lo que deduzco, otra vez, la enorme importancia que tiene en la vida la autosuficiencia y lo peligroso que es mantener relaciones tóxicas con personas tóxicas.
Pobre Asunta, dónde vino a caer.