La luz al final del callejón (Molinaseca, 2014) ©Manuel López Rey
Hace años me encontré con uno de los dilemas más importantes en mi vida. Llegué a lo que nos parece cuando la vivimos una situación sin salida. Las circunstancias de entonces eran vividas por mí como si se tratara de cadenas o barrotes que configuraban la cárcel en la que irremediablemente transcurriría mi existencia. Una existencia que fue convirtiéndome en un ser triste, infeliz, ligera pero continuamente deprimido y angustiado. Entonces no contaba con la formación y los conocimientos que ahora, ni estaba, como es lógico, todo lo crecido y liberado que ahora puedo estarlo.
Mis pensamientos sobre aquella situación estaban cargados de influencias ajenas, de los restos que deja la “mala educación” y de un sentimiento de culpa que anticipaba a la toma de cualquier decisión con posibilidad liberadora. Sabía, por tanto, lo que tenía que hacer; y sabía que en eso precisamente y en ninguna otra cosa encontraría la solución. Pero adoptar las “medidas necesarias” para hacer lo que tenía que hacer conllevaba para mí un sentimiento de cierta inmoralidad y por tanto de culpa. Respecto a lo primero, a que sabía lo que tenía que hacer, he de explicar que esta seguridad no era fruto de la razón pura, ya que como he dicho no contaba con los conocimientos necesarios para hilar un razonamiento coherente que me llevara a ese mismo lugar; llegaba solo por intuición. Y aunque por aquel tiempo aún no se conocieran tanto las teorías sobre la existencia de las diferentes formas de inteligencia, era consciente de que en mi cerebro destacaba por encima de cualquier otra la inteligencia emocional, de la que deriva uno de los componentes principales de la intuición: sentirla. Y es que aunque otros componentes importantes de la intuición son el “conocimiento olvidado”, la experiencia consciente o el trabajo de reflexión realizado en el pasado, si la intuición no se “siente” como algo imperativo, de forma clara y sin resquicios, simplemente no existe o no se da. Por lo tanto, era por intuición por lo que estaba absolutamente convencido de cuál era el remedio y su eficacia.
Respecto a lo segundo, a mi percepción de que había algo inmoral en las medidas que tenía que adoptar, o con más exactitud en el objetivo que tenía que proponerme (ya que las acciones en sí mismas no suponían delito y a todas ellas tenía derecho legítimo como individuo y como persona), decir que también supe que ahí estaba el quid de la cuestión, lo que no quiere decir que supiera resolver. Precisamente en esa sospecha de acción inmoral radicaba la duda, el dilema que me paralizaba y que como dije me llevó a encontrarme en una “situación sin salida”.
Ahora sé que todo tenía que ver con que aún no había realizado la parte del camino, o el tramo suficiente, para ser una persona en todos los sentidos y por consiguiente libre de elegir lo que quiera con tal de responsabilizarme de las consecuencias de mi elección. Y es que en este sentido el tramo recorrido nunca es suficiente, ya que el camino solo finaliza cuando lo hace la vida. En cualquier caso, si se aprovecha adecuadamente, si se vive de forma consciente, a lo primero que se llega es a la autodependencia, o lo que es lo mismo, a sentir que mi vida no depende más que de mí, lo que trae como primera consecuencia la liberación de todo tipo de dependencia, incluida la emocional. Así que ahí estábamos: todo lo independiente que el ser humano puede ser, con la clara intuición de conocer en qué consistía el problema y su solución, pero paralizado por la duda moral.
Fue entonces cuando empecé a comprender que detrás de toda neurosis o trastorno funcional de la mente está el individuo o, en el mejor de los casos, la persona. Y por este camino llegué a la claridad que acabó con la duda, al darme cuenta de que nada había de inmoral en mi actuación resolutiva. Sobra decir a estas alturas de la exposición que en la situación referida hay una relación personal y por tanto otra persona; se podría apuntar que se trató de un proyecto de vida en común que se alargó 11 años y que la otra persona padecía trastornos que llegaron a manifestarse en actitudes neuróticas en muchos aspectos de la vida y de la relación. Así se podrá comprender con claridad dónde se asentaba la duda moral a la que me refiero.
Y es que cuando una relación entre personas se desbarata a consecuencia de acciones y actitudes que tienen como trasfondo un determinado trastorno mental, sufren las dos personas. La una, el sufrimiento propio que conlleva la neurosis que padece; la otra, el sufrimiento que acarrea soportar las consecuencias de las acciones neuróticas de otro, junto al de la pena que produce la conciencia de todo el mal que ese trastorno ocasiona a ambos. Por lo tanto, en esta dinámica solo se instala el sufrimiento y en consecuencia la infelicidad y la muerte psicológica del que es más consciente. Como se verá no hace falta tanta intuición para darse cuenta de que la solución pasa por acabar con esa relación que no puede tildarse mas que de enfermiza; y si además el que decide ponerle fin no es dependiente emocional, la claridad de la resolución es brillante. ¿Dónde y por qué aparece la duda moral? Fundamentalmente por la interpretación mayoritaria en nuestra cultura de la enfermedad mental; y al hablar de nuestra cultura, es imprescindible hablar del Cristianismo, religión y pseudofilosofía que ostenta un poder soberano, o lo que es lo mismo, que ejerce una autoridad suprema en la cultura a la que pertenecemos. Y desde el cristianismo, con muchos de cuyos fundamentos estoy de acuerdo, ha venido ocurriendo algo grave y peligroso. Para explicarlo, voy a poner la atención en aquellos principios cristianos que comparto; y lo que ocurre es que esos principios que considero aceptados, válidos y beneficiosos para mí, los descubro erróneos, invalidantes y perjudiciales en los otros. La razón, una vez más, es que la mayoría de la gente no ha recibido o no se ha ocupado en adquirir un verdadero y profundo conocimiento de esos mismos principios; y no lo ha hecho, entre otras causas, porque el cristianismo es “impartido” por individuos (educadores sociales: sacerdotes, profesores, padres, familia...) poco preparados en el ámbito estrictamente filosófico y hasta teológico de la religión que proponen, divulgan y promueven. Si a esta “ignorancia” involuntaria añadimos la voluntad de manipulación y el ejercicio de poder del que suelen hacer gala (sobre todo los curas), obtenemos como resultado una situación social e individual que hace flaco favor al auténtico cristianismo. Y así nos encontramos conque conceptos como la compasión, el egoísmo, la piedad, la humildad, el bien y el mal, la virtud y el pecado, por ejemplo, están arraigados en el inconsciente colectivo de una forma errónea, que más que convertirse en los verdaderos valores que suponen, se quedan en prejuicios, trabas y lastres muy pesados y poderosos que en nada benefician el crecimiento espiritual, mas bien lo entorpecen o anquilosan, tanto, que es fácil llegar a la conclusión de que al cristianismo no le interesa el crecimiento espiritual de la persona, sino la esclavitud y la docilidad que suponen la asimilación equivocada o poco clara y profunda de esos mismos conceptos. Así nos encontramos con el “daño” que esta religión ha causado y sigue causando en la sociedad y en el individuo. Un daño que se muestra con claridad en todos los ámbitos, que se puede encontrar en el trasfondo de la legislación vigente en los países con una fuerte moral cristiana, y por tanto modificando e influyendo en lo social, como se encuentra en lo particular, llegando a suponer uno de los lastres personales que más ocupa a los terapeutas y a la psicología clínica, que se encuentran con un número alarmante de pacientes en los que el aprendizaje forzoso y equivocado al que se han visto sometidos desde la infancia acarrea neurosis de todo tipo. Por esto, es habitual y hasta comprensible que en muchas ocasiones seamos muchos los que arremetemos contra la religión católica, conocedores del mal provocado, y traslademos de plano o estrato tal conclusión acabando por otorgar la culpa y por tanto “los defectos” al Cristianismo. Pero si nos esforzamos en ampliar nuestro conocimiento, y se esforzaran en lo mismo quienes lo imparten, esto no ocurriría o no ocurriría necesariamente. De lo que estoy hablando se ve muy claro cuando achacamos al cura de turno y a la Iglesia Católica en general el vicio de la hipocresía, del que tantas manifestaciones han hecho y hemos visto y entendido como tal, cuando la hipocresía en ningún caso es un postulado cristiano.
Pues bien, yo he nacido y he sido educado (mal o pobremente educado) en una cultura cristiana, que es la imperante en la sociedad a la que pertenezco; como consecuencia, retomando el asunto, me encuentro (me encontraba en aquél momento) con la duda moral que supone (aparentemente) dar por finalizada una relación con una persona que padece una determinada neurosis. Los valores que se me han trasmitido, así como los que mantienen y trasmiten quienes me rodean, están generalmente empobrecidos, y la primera consecuencia negativa de este hecho es que llevan a la persona (me llevaron) a generar la duda moral de la que hablaba. Por una parte, porque en las relaciones sentimentales entre personas se suele equiparar separación a abandono (error); poco o nada nos enseñan sobre la verdadera libertad, sobre la capacidad y el derecho de toda persona a elegir libremente, porque en la generalidad poco sabemos (yo entonces casi nada) sobre el carácter “biográfico” del hombre, al que le es intrínseca la “obligación” de esforzarse por convertirse en el único y verdadero “autor de su biografía”. Y poco nos enseñaron, o no nos hemos ocupado en saber, sobre lo “importante” referido a los trastornos de la mente o neurosis. Y así resulta que llegamos a quedarnos en la superficie, creyendo que si decidimos separarnos, si “decidimos abandonar” a la “persona enferma” (error de formulación), estamos llevando a cabo una acción inmoral. Esta sensación es la que ocupaba mi percepción del asunto; aquí radica la duda moral de la que hablaba; la duda que me paralizaba y no me permitía actuar “con tranquilidad ética” hacia la solución del problema. ¿Cómo iba yo a abandonar a mi pareja si se trataba de una persona enferma?
Hasta que, siempre gracias al conocimiento (soy en cierto sentido fundamentalmente racionalista), llegué a comprender algunas cosas. A saber: toda enfermedad psíquica es por principio una enfermedad del soma, del cuerpo, y no de la persona ni de su espíritu (logos). Toda psicosis es una somatosis, es decir, una enfermedad del organismo psicofísico, mas no de la persona. “Nosotros solo tratamos enfermedades y no enfermos, pues cuando no tratamos enfermedades sino a hombres enfermos como tales, como seres humanos, como personas, no cabe hablar ya de enfermedad, pues entramos en otra categoría de las cosas que no se refieren al plano “sano-enfermo”, sino al de lo “verdadero-falso”. No se subrayará esto lo bastante, pues el que no “adjudica” la psicosis al plano psicofísico, sino que lo transfiere a la persona, incurre en el peligro de arrebatar la humanidad al enfermo y entra en conflicto con la ética médica. Nadie desearía ser médico por el mero organismo: solo se quiere ser médico por la persona cuyo organismo está enfermo, por la persona que no “es” enferma, sino que “tiene” una enfermedad”. La enfermedad psicofísica puede perturbar, mas no destruir, a la persona. El desarreglo del organismo significa en consecuencia nada más, pero nada menos, que un bloqueo del acceso a la persona. Y este podría ser nuestro credo psiquiátrico: la fe inquebrantable en el espíritu personal (logos), la fe ciega en la persona “invisible”, pero indestructible. Y si yo, señoras y señores, no tuviera esta fe, preferiría no ser médico”.(De la lección magistral impartida por Viktor E. Frankl en el Policlínico de Viena en 1949).
Yo no había leído por aquél entonces a este psiquiatra, padre de la Logoterapia, pero una vez más de forma intuitiva vislumbré este razonamiento o algo parecido. Me di cuenta de que detrás de la “enfermedad” está siempre la persona, y que esta es responsabilidad exclusiva del hombre, del “yo”. En otras palabras, el espíritu personal no está totalmente condicionado por lo corporal; por lo tanto aun enfermo, se cuenta con una relativa independencia, con un margen de libertad o, en palabras de Nicolai Hartmann, “con la autonomía a pesar de la dependencia”. Ahora sé que en patología del cerebro y en psiquiatría genética se establecen las limitaciones que sufre la libertad personal por una enfermedad psicofísica, pero en estos campos especializados en condicionalidades psicofísicas se es testigo de la libertad espiritual (del logos) y se afirma que esta existe o perdura a pesar del condicionante psicofísico; dicho de otra manera, en el hombre se comprueba la existencia de una capacidad frente a los condicionantes, un poder de la persona a pesar de su aparente impotencia, que ha venido en llamarse el poder de resistencia del espíritu. En los informes clínicos de los médicos que trataron a Kant, que al final de su vida sufría de una grave afasia amnésica que le dificultaba la búsqueda del vocabulario, se relata que los médicos que le habían visitado no consiguieron que se sentara hasta que comprendieron que el paciente aguardaba a que se sentaran ellos primero; en cuanto lo hacían, Kant consiguió arrancar a su cerebro aterosclerótico estas palabras: “Aún no he perdido el sentido de la humanidad”.
Por lo que al interrogante “¿Cómo voy yo a abandonar a mi pareja si se trata de una persona enferma?” no le encontraba yo la respuesta que me librara de la culpa, que me tranquilizara éticamente; y es que en esta pregunta aparecen dos errores graves. Uno: “separarse”, “finalizar una relación”, no es “abandonar” a alguien; y dos: la “persona” no es la que enferma, lo que enferma es su organismo. Y yo era plenamente consciente de que con lo que tenía que terminar, con lo que no quería seguir compartiendo la vida, era con aquella persona, al margen de su estado de salud mental. Por lo tanto, la decisión necesaria para alcanzar con “tranquilidad ética y moral” la solución a mi “situación sin salida” tenía que ser formulada de esta otra manera: ¿Cómo iba yo a “separarme”, a decidir finalizar para siempre la relación con una persona cuyo organismo está enfermo; cómo iba yo a decidir “dejar de ocuparme”, y por consiguiente dejar de “sufrir” las consecuencias del mal que padece el “organismo” que le corresponde o le es propio a la persona con la que he convivido 11 años? Y esta pregunta, como ocurre siempre que la pregunta está bien formulada, lleva implícita la respuesta: haciéndolo, simplemente; simplemente tomando la decisión en función de mi libertad personal para elegir; y si soy persona, si soy autodependiente, si no sufro de dependencia emocional alguna, soy libre para elegir y, por supuesto, responsable de las consecuencias de mi elección. Por lo tanto, he de tener el coraje necesario para sobrellevar esas consecuencias, para sufrir la pérdida, para pasar a “estar solo”, para aceptar el “fracaso” de un proyecto vital, para iniciar otro proyecto. Y si algo no me ha faltado nunca es el coraje necesario para vivir.
Así resolví. Y estoy satisfecho, y hasta puedo afirmar, tantos años después, que estoy conforme y hasta contento con la decisión que tomé. Claro que sufrí consecuencias; claro que no fue fácil. Pero a partir del momento mismo en el que decidí, libre y conscientemente, sin sentimiento alguno de culpa, dejé de padecer aquella lenta muerte, aquella tristeza, aquella vacuidad. Lo que siguió inmediatamente fue puro trámite, pura estrategia. Y luego, la vida. Una vida de la que estoy satisfecho, durante la que he podido, y querido, ocuparme de mí, de mi persona y de mi crecimiento espiritual. Una vida plena en relaciones personales y sentimentales; una vida sin rencor ni resentimiento alguno hacia nada ni nadie; llena de momentos emocionantes, de actividad emocionante; una vida en la que no he vuelto a sentirme solo; en la que se han podido manifestar la creatividad y el talento que me son propios; en la que no faltan proyectos posibles; en la que se realizan esos proyectos con alegría, sin esfuerzo añadido. En fin, el camino hacia la libertad plena, hacia la alegría permanente y hacia el contentamiento; hacia la gratitud constante; un camino sin lastre hacia la claridad. Una vida, mi vida, que solo a mí me pertenece, en la que soy yo y solo yo el que decide cuándo y con quien compartirla.
Y termino con una ocurrencia de Blaise Pascal: “Si he escrito este artículo tan largo es porque no he tenido tiempo de hacerlo más corto”.