El título de este artículo es un eufemismo al cuadrado; como lo es la frase anterior. Dejémoslo entonces en que es un doble eufemismo. Por una parte, porque no creo en la existencia de ningún dios, y mucho menos en que entre sus misiones se encontrara la de librarme a mí de algo; y en segundo lugar, porque no siempre son los no diagnosticados los que más me asustan. Pero resulta que en esto de las patologías referidas a la mente de las personas, asunto que me apasiona, suelo encontrarme cómodo de una forma directamente proporcional al conocimiento que sobre su diagnóstico tenga cada cual. Así, por ejemplo, puedo convivir y hasta divertirme al lado de un maniaco, de un obsesivo, de un neurótico o de un fóbico; incluso llego a comprender al esquizofrénico, al autista o al deprimido. A su lado se despierta mi parte de ayudador y si conseguimos entendernos, si alcanzamos a comprender el fondo de nuestras maneras de decir, hasta me resulta entretenida e interesante la relación o la eventual conversación. Lo que me ataca, lo que me hunde, lo que acaba con mi paciencia y me anula, me desgasta y me enferma, es la actitud neurótica, obsesiva, maniática, iracunda, histérica o deprimida de los no diagnosticados, que para mí son todos los efectivamente no diagnosticados y todos los otros que, a pesar de un diagnóstico, son absolutamente ignorantes respecto a la patología que padecen. Estos me enferman a mí también. Voy perdiendo fuelle poco a poco; me entristecen despacito; y finalmente me causan un aburrimiento insoportable. Y es que no hay nada más desgastador que tratar de hacerse comprender por quien nada sabe de sí mismo.
Estos humanos, al igual que ocurre con los que mienten, no alcanzan la categoría de personas y por tanto ni me interesan ni estoy en disposición de otorgarles beneplácito alguno; si viviera siete vidas, me lo pensaría. Pero mi vida, como la de cualquiera, es muy corta; para mí no suficiente para alcanzar todos los objetivos que como persona me he propuesto. Por lo tanto, y en busca siempre de la eficacia como máxima que valida cualquier actitud o posicionamiento, no estoy dispuesto a perder el tiempo con quien o al lado de quien nada tiene que perder porque nada pone en juego de manera consciente. Y es que desde hace mucho tiempo todo, absolutamente todo lo que ocurre en mi vida, es vivido de forma consciente; soy conscientemente actor o receptor de las acciones propias o ajenas respectivamente; como lo soy de las consecuencias de ambas. Y es que si de algo me he ocupado es de la conciencia (propiedad del humano de reconocerse en sus atributos esenciales y en todas las modificaciones que en sí mismo experimenta; conocimiento reflexivo de las cosas). Sí, resulta que es a esto a lo que he dedicado más tiempo y en vista del resultado quiero seguir dedicándoselo; por eso a veces le pido a Dios que me libre de los no diagnosticados. Aunque reconozco que los hay de dos tipos y que unos me molestan más que otros. Están los no diagnosticados propiamente, que pobrecitos ellos pueden estar libres de culpa, bien porque el diagnóstico de haberlo fuera devastador para sus mentes, bien porque mermada alguna facultad no es posible que se den cuenta de lo que hay y por tanto sean incapaces de responsabilizarse de sí mismos. A estos sí los soporto, aunque me incomoda bastante la compasión que consiguen despertar. También, y por las mismas razones, acepto con buen talante a los diagnosticados que sufren cualquiera de las dos premisas anteriores. Para ser exactos, tendría que decir que puedo comprender y soportar a estas personas durante el tiempo en el que se produce la crisis o el estado o el medio que provocan la manifestación de su discapacidad. Pero resulta que fuera de este tiempo empiezan a cargarme. Y es que estoy con Frankl, fundador de la Logoterapia, en que detrás del paciente siempre hay un ser humano y algunas veces una persona, “si no, qué sentido tendría la Psiquiatría” (El hombre en busca de sentido, Viktor Emil Frankl, 1961; considerado por la Library off Congress en Washington como uno de los diez libros de mayor influencia en Estados Unidos). Pues eso, que el padecimiento no libra de toda responsabilidad a quien lo padece. Y es aquí cuando me vuelvo intolerante con la gente que, con o sin diagnóstico, no hace el menor esfuerzo para que algo cambie y se exculpan continuamente con vacuidades del tipo “es que yo siempre he sido así”; “es que yo esto no lo soporto”; “pues claro que tengo que lavarme 17 veces seguidas las manos, o es que quieres que vaya por ahí con ellas sucias”; o cuando son ellos los que caminan por la acera a cuatro patas y de vez en cuando ladran: “¿Por qué tengo que cambiar yo?, cambia tú”.
Y la definitiva, la que me resulta demoledora, viene cuando, llenos de razón y hasta de un cierto tipo de orgullo, te espetan: “¿Sabes lo que te digo?, que el que no quiera que no me aguante”. Pues eso, no los aguanto.
Y es que todos tenemos la responsabilidad de hacer todo lo posible por mejorar, por aprender a aprender, por facilitarnos la vida a nosotros y a quienes nos quieren o simplemente nos rodean. Todos tenemos la responsabilidad de utilizar el cerebro que genéticamente nos ha tocado para reflexionar, para reconocernos y conocernos, para instaurar acciones encaminadas al acierto, a la gestión de las emociones, a la superación de complejos o de traumas; todos tenemos la responsabilidad de avanzar, con mayor o menor esfuerzo, por el camino que nos lleva a disfrutar de la capacidad de elegir, que es el mismo que nos conduce a la auténtica libertad, aun cuando esta sea tan escasa que solo nos ofrezca dos opciones. Porque la mayoría de las veces son suficientes, de ahí que desde la Filosofía el hombre es un ser libre. Las dicotomías pacífico/violento, afable/agresivo, confiado/celoso, tolerante/rígido, sereno/iracundo, maligno/benigno, prudente/insensato, envidioso/generoso, mentiroso/veraz, sincero/hipócrita, y algunas más de este tipo nos colocan ante un grado de libertad aparentemente pequeño porque en cada caso solo podemos elegir entre dos opciones, pero resulta que la diferencia en el resultado de la elección es tan grande, que podemos comprobar cómo el grado de libertad que parece pequeño se hace inmenso. Y todos elegimos, o mejor, todos podemos elegir. Claro que hay trastornos que incapacitan a la persona hasta tal punto que esta “desaparece” y con ella su cualidad de ser libre (entrecomillo “desaparece” porque participo de las teorías de la psiquiatría que postulan que la enfermedad siempre es del cuerpo (soma) y nunca de la persona; por lo tanto esta nunca desaparece o no desaparece del todo). No hablo de esos casos; hablo de la gente de a pie. De esos que han sido capaces de obtener el permiso de conducir, de encontrar y realizar un trabajo que les permite vivir dignamente (y a veces hasta muy bien); de los que han formado una familia, sí, de los que se han casado y hasta tienen hijos; de los que han obtenido una titulación media o superior; incluso de los que ostentan cargos (no siempre bien llamados) de responsabilidad. Todos esos con los que me topo a diario y que, diagnosticados o no, hacen lo que pueden menos lo que tendrían que hacer: elegir qué persona quieren ser.
Y es que no todos los psicópatas son asesinos en serie ni todos los celosos le abren la cabeza a martillazos a su pareja. Por eso, detrás del trastorno, detrás del conflicto y hasta de la dificultad, decimos que hay siempre un ser humano; pero esto es una perogrullada o como mínimo una obviedad. Lo que importa es el grado de libertad del que disfruta ese humano para elegir, y no alcanzará nunca la libertad suficiente sin antes o a la par de convertirse en persona. Y de esto le hago responsable, aun cuando conozca y comprenda de sus lastres más íntimos; aun cuando conozca y comprenda los condicionantes que su estado psicofísico suponen en su contra; aun cuando reconozca la dificultad en el esfuerzo que han de realizar en comparación con quien no sufre ningún trastorno.
Participo de la tesis de que todo ser humano es una novedad; también reconozco la distinción entre lo corporal, lo psíquico y lo espiritual, pero no debemos entenderlo como partes que componen al ser humano, ya que este, desde la existencia espiritual, no es un ser "aditivo", sino integral. En palabras del teólogo judío Leo Baeck podemos resumir que "nada de lo que existe adquiere la existencia en virtud de una composición". La existencia es personal, y la persona existencial en esencia supone una unidad y una totalidad, por lo que no es divisible ni sumable. Y no lo es porque su unidad no le permite la divisibilidad y su totalidad tampoco le permite la sumabilidad. Esto explica que cada ser humano sea una "absoluta novedad" y también que sea un in-dividuo absoluto y un in-sumable absoluto.
Y esto es así incluso en los casos de esquizofrenia, donde se habla de "escisión de la personalidad", lo que induce a error al entenderse como una "escisión de la persona" y por tanto una "divisibilidad", que en realidad no se produce; el error viene de la traducción literal de la palabra "esquizofrenia" por "demencia de escisión", pero los estudios realizados demuestran que la persona esquizofrénica sufre precisamente por su intento permanente por mantener su unidad.
Por esto no perdono. No puedo perdonar a quien se escuda en sus dificultades o en sus condicionantes para no ser todo lo buena persona que podría llegar a ser. Pero como no es mi misión juzgar, y por tanto tampoco lo es culpar o perdonar, digo simplemente que no los aguanto.